Historias CotidianasHoy escribenVíctor Ulín

Su madre era doña Aura

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Víctor Ulín/

Los huesos de sus manos nunca soltaron la credencial de elector de su madre. La sostuvo hasta el final. Se aferró a ella.

El es el hijo. El que abrazó a su madre entre sus manos en ese momento que nadie desea para nadie. Para nadie. Si tomó la credencial sin permiso o se la pidió ese día que salió de casa es lo de menos.

De lo que no tenemos duda es de que era su madre. Que lo quiso como solo quieren las madres que jamás sueltan. Las que derriban murallas y cruzan mares por sus hijos.

En la fotografía de la credencial que fue encontrada entre los huesos de las manos de su hijo cuando fue desenterrado, doña Aurora Meléndez Herrera está seria. Tiene el pelo lacio, oscuro , agarrado hacia atrás y su rostro, moreno, es delgado.

Igual que su hijo, era nativa de Yecora, en la región de la Sierra de Sonora. Tiene ese aspecto de las mujeres de bronce, valientes, calladas, imbatibles, que acumulan muchas batallas, la mayoría anónimas.

La credencial nos revela que doña Aurora Meléndez Herrera tenía 61 años de edad. El Colectivo de Las Madres Buscadoras de Sonora – que es el símil de los de Jalisco- agregaría que además cuidaba de un hijo menor discapacitado. Su esposo había fallecido.

Desde que su hijo no regresó a casa, doña Aurora no tuvo paz ni consuelo, como tantas madres que ahora vemos caminando en lugares inhóspitos, bajo soles intensos. Con una pala al hombro y una esperanza y fe a prueba de las adversidades más fatales.

El vínculo de una madre con los hijos no conoce de límites ni de sufrimientos. Lo atestiguamos con admiración y una tristeza que nos desborda y nos avergüenza porque estamos haciendo tan poco para ayudarlas a buscar.

Las madres nunca deberían llorar ni sufrir, ni perder hijos. Se les debería de ofrecer solo buenos momentos de por vida para ser felices y ver cómo sus hijos y sus nietos también lo son.

Como todas las madres que ahora mismo están cavando en algún lugar de este país para encontrar a sus hijos, doña Aurora buscó también al suyo y no lo halló. Fueron días de llanto y desesperación. De esa impotencia que se mezcla con la rabia y que termina en el perdón aún cuando provoque una honda pena.

Con su hijo pequeño a cuesta no cedió al cansancio ni mucho menos a la indiferencia oficial.

Cerró su tiendita para dedicarse por completo a la búsqueda de su hijo mayor. Empezó a recoger y vender latas para sostenerse, sin el apoyo moral y económico de su esposo que había fallecido en el mismo camino.

Solo la muerte la pudo detener en la búsqueda de su hijo. Se fue sin abrazarlo de nuevo, sin decirle que lo quería mucho y que no pasó un día sin perder la esperanza de encontrarlo.

Su hizo tampoco la olvidó un instante en ese tiempo en el que fueron separados abruptamente, sin despedirse, sin un te quiero mucho que a veces nos cuesta tanto decir.

La credencial de su madre ya no era una credencial. Era su madre. La que en esos momentos de incertidumbre, de miedo e impotencia lo anima para seguir adelante y entonces uno se levanta y sigue andando, o muere con dignidad mirando al cielo.

Las oraciones de doña Aura debieron llegar con el aire hasta los oídos y el corazón de su hijo que se aferraba a la credencial para tenerla cerca. Para sentir su compañía.

Por el Colectivo de las Madres Buscadoras de Sonora es que sabemos que doña Aurora falleció en el transcurso de su búsqueda y que su hijo es uno de los más recientes encontrados en fosas clandestinas en Sonora.

Como ayer, doña Aurora y su hijo están juntos ahora. Lo estuvieron siempre. Ni él ni ella se soltaron.

*COLUMNA PUBLICADA EN EL SEMANARIO ARQUIDIOCESAMO DE GUADALAJARA

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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