La que se fue
Víctor Ulín/
La canción de José Alfredo Jiménez se le metía como un puñal en el pecho y le desgarraba el corazón. Lloraba como un párvulo al que acaba de escapársele un papayo al cielo.
“…Yo sé que tú recuerdo es mi desgracia…”
Quien lo viera lo llamaría loco. Borracho. Nadie conoce su desgracia. Solo él y no la canta. Cultivó anónimamente de esos amores que jamás dan fruto. Que se secan desde el primer día.
Su desgracia era otra. Durante muchos años se resistió a creer que era una maldición. Solo en la creencia pudo encontrar una respuesta. ¿Qué otra cosa podía hacer cuando se tropieza con la misma piedra consciente de que es la misma piedra y se echa entre sus brazos?
Ella se lo dijo desde el primer día con una franqueza que no tomó con la seriedad debida: no te enamores porque mañana yo me voy y no me volverás a buscar ni a ver en tu vida.
En la ciudad nadie supo de su romance. Sus encuentros con Violeta eran en las noches y en lugares que frecuentaban desconocidos. Ahí parecían dos novios. Dos enamorados ordinarios que se besan y toman de la mano y que esperan llegar a casa para hacer el amor y decirse al oído te amo.
En el día eran dos extraños. Dos fugitivos de sus propios destinos. Cada quien en su otra vida. Cada quien con sus apariencias.
Manuel podía esperarla en la esquina de su trabajo una o cinco horas; en el lugar pactado, en la casa, o solo pasar por ella para fundirse en la clandestinidad de las cuatro paredes.
Era un devoto de Violeta. El más fiel. Pero no podía enamorarse, repetía cuando entre sus cuerpos le decía, quedito: te quiero y ella respondía lo mismo. A veces, distraído, un te amo se fugaba de sus labios y celebraban entre silencios su mutua complicidad.
Después se prometían tiempo. Manuel ya pensaba en las horas o el día en que volvería a sentirla suya sin que fuera nada.
“Yo sé que tu recuerdo es
Mi desgracia, y vengo aquí nomás a recordar
Que amarga son las cosas que nos pasan
Cuando hay una mujer que paga mal…”
En el bar, Manuel, cabizbajo, veía su copa llena de tequila. Tarareaba en la mente la canción que no podía cantar entre las lágrimas que caían derrotadas en la barra y con la pena que ahogaba su corazón.
Comprendía, en el fondo, que Violeta nunca le había pagado mal. Que el día que más temía llegaría tarde o temprano y no podría hacer nada para impedirlo. Entendería que el amor también suele ser un gran simulador y se escabulle de los brazos que no son su morada.
Hubiese preferido el silencio. Sin despedidas, sin palabras ni explicaciones comunes que en nada amainan el sufrimiento.
–Me voy a casar – le dijo ella mientras lo abrazaba y volvía a besar.
Tres palabras que ahora repite mientras sorbe hasta el fondo de su garganta la última gota del tequila que el camarero le había servido desde hace una hora y que no podía tomar de tanto llorar su ausencia.
Desafió las fronteras del amor -olvidó la advertencia (“no te enamores de mi”)- y se ofreció a la mujer que desde el primer día amaba ya a otro hombre.
“Estoy en el rincón de una cantina
Oyendo una canción que yo pedí
Me estan sirviendo ahorita mi tequila
Ya va mi pensamiento rumbo a ti…”