Incansables madres buscadoras
Víctor Ulín/
Apenas vio los restos, la madre supo que era su hija. Solicitó una confronta genética para confirmarlo. El resultado fue negativo. No desistió. Volvió a solicitar una segunda y, días después, la Fiscalía de Tamaulipas le confirmó lo que ya su corazón sabía desde ese día que la vio: era su hija.
Durante nueve meses la Fiscalía de Tamaulipas mantuvo a su hija como una desconocida. Qué ironía: el mismo tiempo que la tuvo gestando en el vientre antes de su nacimiento.
La madre tuvo que pedir que le permitieran revisar los restos de las personas que aún no eran reconocidas y fue cuando encontró a su hija entre otros tantos que llenan las gavetas del Semefo, y que siguen a la espera de ser reconocidos.
Su peregrinar, para ella, había terminado. Pudo irse a casa para sepultar a su hija. Llorarla en paz. Estar en paz.
No es lo deseable para ninguna madre que encuentre a su hijo sin vida en una plancha fría de metal, y sus restos en partes o en una bolsa negra. Es un dolor incomparable que solo ellas pueden soportar. Resilentes.
Allá, afuera, continúan sus pares buscando a los suyos, a los que ayer estuvieron y hoy ya no están.
El vínculo de una madre, con sus hijos -mujer u hombre – no se rompe ni desaparece después de dar a luz. Sangre de su sangre. Carne de su carne, nunca se separan. Son uno, indisolubles.
La madre siente lo que su hijo siente. Sufre lo que su hijo sufre.
Cuando un hijo no aparece la madre sabe si está vivo o muerto. La esperanza es el impulso que la hace luchar hasta la muerte si es posible, para verlo una vez más, abrazarlo y llorar, o darle una cristiana sepultura.
Es inevitable volver a las madres buscadoras y a su batalla diaria para encontrar, vivo o muertos, a los hijos o familiares que desaparecieron camino a la escuela, al trabajo, o buscando una oportunidad de empleo.
Esta fecha, la del 30 de agosto, en la que se ha tenido que institucionalizar la tragedia de las desapariciones y la incompetencia de las autoridades de gobierno para que nos dé menos vergüenza a todos y hacer como que hacemos, pero no hacemos mucho para que las madres, en su gran mayoría, no tengan que pasar por la pérdida de un hijo que debería estar en casa. Ambos deberían estar en casa siendo felices.
Ni ayer ni hoy sus voces callan. Ahí están de nuevo, en el “Día de las Víctimas de Desaparición Forzada”, en las calles de Guadalajara, de Tamaulipas o Zacatecas, con sus marchas, con sus pancartas y las fotos de sus hijos o familiares que siguen y seguirán buscando.
No se cansan nunca las madres buscadoras. Hay una fuerza que les viene de muy dentro y desde el cielo.
Nadie en tierra parece oírlas, ni nadie parece hacerles caso. Pero nada las detiene ni las intimida. Sacan un valor que solo las madres buscadoras han desarrollado. Un gen de resistencia imbatible, incansable. A prueba de la indiferencia, del cansancio y dolor.
En Jalisco, la Comisión Estatal de los Derechos Humanos padece lo mismo: sus recomendaciones no son atendidas por los que deberían estar caminando y descubriendo fosas clandestinas junto a las madres.
Lo peor: presuntos inocentes son liberados por jueces -indigna más cuando son policías-, cuando las pruebas apuntan a su culpabilidad por intervenir en desapariciones.
Con una cifra nada honrosa y un primer lugar que muchos preferirían escamotear para no aceptarlo públicamente cuando son obligados a dar cifras desde el gobierno, Jalisco tiene registrado 15 mil desaparecidos, hombres, mujeres, jóvenes y adultos.
Son 15 mil hijos que siguen sin llegar a sus casas. Que son el motivo de las madres para seguir caminando, escarbando, resistiendo. No importa cuánto tiempo pase. No importa que el mundo se acabe. Una madre, hasta el último día de su vida, hasta el último aliento, siempre, siempre, con pala en hombro, seguirá buscando a su hijo.